Condescendencia

Abrió los ojos en medio de una oscuridad silenciosa y mullida. Suspiró y se tumbó de espaldas, mirando al techo. A su lado, su mujer dejó escapar un suave gemido y tiró de las sábanas para envolverse otra vez. Aguardó en silencio y sin moverse hasta que su respiración volvió a tranquilizarse. Cuando la supo dormida, ahuyentó lo poco que le quedaba de sueño peleándose otra vez con aquella frase: «Los dos sabemos que mi proyecto era mejor, pero tú lo necesitabas más». Sí, lo había sospechado, ¡qué demonios, lo sabía! ¡Sabía que su idea no era tan buena ni de lejos! Pero, aun así… había querido creer que al menos ese triunfo había sido suyo de verdad. Quería creer que había vuelto a lograrlo, como antes… pero sólo había sido un espejismo, un engaño; un golpe al tierno orgullo que aún le quedaba y que se había atrevido a asomarse por primera vez en mucho tiempo; sólo para que le rebanasen su cabeza curiosa.
Alzó la mano hacia el hombro de su mujer; se detuvo a medio camino. ¿Qué iba a decirle? ¿Que se sentía herido por unas palabras? ¿Iba a despertarla por eso? Miró el reloj. Las tres de la mañana. No, necesitaba descansar. Volvió a girarse boca arriba y cerró los ojos. Él también tenía que dormir. Pero la tapa de la alcantarilla de enfrente golpeaba cada poco, el aire hacía vibrar casi imperceptiblemente los cristales y tenía frío. Sólo tenía tapadas las piernas y la mitad del pecho. Tiró un poco de la sábana que su mujer aferraba; se sorprendió haciéndolo con algo más de fuerza de lo necesario: en el fondo, deseaba que despertase. Desistió en cuanto la vio removerse, de nuevo a punto de desvelarse. Lo reparó con un beso suave en su brazo. Ella sonrió vagamente y juntó los labios como si se lo devolviese antes de volver a quedar dulcemente inmóvil.
Volvió a suspirar y a mirar al techo. Empezó a pasar revista a todos sus triunfos: el torneo de ajedrez que había ganado a los ocho años, su primer diez en matemáticas, aquel gol marcado en el último momento, el aplauso de sus padres tras su función escolar, su primer beso robado, y todos los que habían ido después, la entrevista que consiguió dar con él en el puesto que creía merecer, las felicitaciones de su jefe, el sí de su novia para ser su mujer… Rebuscó en todos y cada uno de ellos sonrisas fingidas, razones por las que no se merecía clamar esos triunfos, personas que pudiesen haberlo convencido engañosamente de que eran suyos después de habérselos regalado. La sospecha arañaba uno a uno todos sus recuerdos orgullosos en busca de cualquier pequeña grieta que pudiese trepanarlos.
En ello seguía cuando empezó a descubrirse el blanco del yeso sobre su cabeza. El amanecer había llegado para apartarlo del vacío en el que iba arrojando una a una sus victorias; incluso eso le dejó un regusto de condescendencia.

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